lunes, 15 de junio de 2020

Pandemia 2020 - 11








Día - 11





Era hermoso ver como resplandecía.
Tal vez era una apreciación mía, pero cada día que pasaba era innegable que estaba más linda, más radiante, como si fuera un sol que estaba naciendo, como si toda la luz del mundo fuera a anidar en ese rostro juvenil, haciéndolo refulgir de tal forma, que parecía iluminar a los que estábamos junto a ella.
Había pasado el médico y comprobado mi caso, no era necesario un hisopado, a mas que ya no había reactivos casi que en el mundo entero, para saber que el virus me había invadido de forma alarmante, pero lo mejor de ello fue saber que Serena era inmune naturalmente.
Su sistema inmunológico era perfecto, había rechazado el virus, lo había pulverizado, y podía andar por la vida sin las protecciones que todos necesitábamos.
De acuerdo al médico que me atendió, había muchísimos casos de chicos de esa edad, inmunes a la pandemia, y que se reportaban cada día más casos verificados.
Era un aliciente saber que entre los recuperados y ellos, quedaría alguien en este mundo para sobrevivirnos.
No iban a internarme en ningún lado, ya no había camas, el carperío enfrente de la Municipalidad estaba desbordado, ni siguiera ese ejército de eternautas pudo contener la plaga que se había abatido de buenas a primeras, a pesar de todo lo que el presidente decía por la tele, sus expertos infectólogos, y más de un chupamedias que hacía de repetidora gubernamental.
Como toda prescripción médica tenía un antifebril, algo para la tos, y un número que debía usar en caso de crisis terminal, en la que ya nada pudiera calmarme, ni siguiera un tubo de oxígeno que debía cambiar cada dos días, y que debía aplicar en caso de ahogarme mucho.
En la televisión ya no había casi programas en vivo, muchos conductores estaban enfermos y no concurrían a los canales, las emisoras daban repeticiones de charlas o películas, y los noticieros eran conducidos por una sola persona desde su casa.
Tampoco había palabras triunfales como que nos dijeran que todo estaba bajo control, ni que estábamos aplanando nada, y que el rebrote, luego de unas tibias medidas de apertura, hubieran hecho los estragos que se veían en la realidad.
Había suficiente comida para un mes, ya que fui con todo el dinero que tenía encima al súper y a los chinos que aún estaban abiertos, a comprar todo lo que necesitara. Más que nada por Serena, ya que no sabía que podría ocurrirme de seguir en ese estado.
Había sacado un viejo microondas que tenía guardado, y le había explicado más o menos su funcionamiento, cuando no podía levantarme, ella podía sacar algo ya preparado para calentarse y poder comer sin ayuda paterna.
Había tomado la muerte de su madre con toda la entereza e hidalguía posible, para una chica de su edad, algo que me enorgullecía, pero a la vez me causaba una pena muy profunda.
Perdió a su madre, y era casi número cantado que perdería también a su padre. Y en este caso era muy probable que lo viviera
en directo. Eso me ponía peor.  
Carmen había sido una buena madre, la había querido, sobreprotegido, y lo había hecho hasta último momento, sabiendo que estaba infectada y enviándola conmigo para que no se contagiara. Había fallecido por una falla multiorgánica, ocasionada por enfermedades previas, era alérgica, hipertensa, y tendía a enfermarse con regularidad cada vez que entraba el otoño, algo que este tipo de virus sabía utilizar como el mejor.
Serena lloró mucho, gritó otro tanto, y hasta creo que me odió en parte, pero logró aceptar que podía suceder le a cualquiera de nosotros, hasta a ella misma inclusive.
No fue fácil, nunca lo es, y menos en esta situación tan particular dónde todo lo que nos rodeaba era algo muy cercano a la muerte. Tuvo un par de días en que estuvo muy ausente, casi encerrada en su cuarto, sin comer conmigo o hablarme siquiera.
La entendía.  A pesar de mi estado en general, la entendía.
En  el  laboratorio donde   trabajaba Carmen  se habían producido  varios casos, muchos de  ellos mortales, como así  también en  otros lugares que  me eran más familiares.
En mi  trabajo específicamente.
Allí hubo  tres  infectados y un  muerto, cifra que  se incrementaría conmigo  en  breve.
A  nadie  le  gusta  morir,   eso  es  obvio,  pero algo  había  cambiado dentro  de  mí,   algo que  me hacía ver   las  cosas de  otra  manera, de  una  forma   distinta, ya  no  temía a   la muerte corno me hubiera  pasado hace   unos   días  nomás.   Estaba tan  mal   por   momentos,    que  el  descanso eterno sería  algo así  corno  un  premio  para  mi  salud.  No más  tos,  no  más  ahogarme,  no   sentirme desfallecer,   a  veces era  un suplicio del que se  sabía  no  había  forma de  mitigarlo.  Cada persona  era  especial,   por   eso el  virus  manufacturado podía  variar   en   como  atacar  a  cada organismo.
Siempre iba  por   la vías respiratorias, pero si  no  encontraba  corno reproducirse, el  sistema circulatorio  le venía bien, o  el linfático, y  al principio el digestivo.
Atacaba  zonas   sensoriales como el gusto y el olfato,  cosas que  en  un  principio no  se habían tenido  en   cuenta,  y   que   ahora  formaban parte de la larga lista de síntomas  que  podían aparecer antes de  su  ataque frontal.
Salvo estos  últimos,  yo   tenía  todos los  síntomas, no  me faltaba nada   salvo la  bolsa negra dónde  la  familia  completa del tano de  la otra cuadra había salido.
No    bien cómo, pero  Serena logró  comunicarse con  un  muchachito del edificio  que  está al lado,  dónde   sabíamos  que  la famosa  ambulancia nocturna se había llevado  a  gente mayor,   todos fallecidos, y a varias  personas no  tan grandes.
El  chico tenía algo así  como 15  o 16  años, pero era alto  y  parecía de  más edad, a juzgar por las fotos que me mostró,  con lo que podía salir a hacer  compras  sin que  nadie lo  parara.  Igualmente no  quedaban  muchos  lugares para comprar, y no había tanta policía para controlar.
Los  súper y  otros  negocios habían cerrado al mermar  su  personal, y  al desabastecerse en  parte por  la merma a su vez  de  los proveedores.
Era un círculo vicioso que solo tenía  un  fin,  y  era  que no estaba  quedando tanta  gente corno para hacer las cosas, ni para trabajar,  ni para curar, ni para sobrevivir.
Serena le  había pedido algunas cosas, que  este chico le compró  cuando  salía.
No sé a  ciencia cierta qué pasó con sus padres, si viven o no, ya  que mi hija no me cuenta nada sobre él,  salvo que  se conocían desde antes de  conectarse en  las redes.
Mi cerebro no estaba para ese tipo de cosas, por  lo que no traté,  ni me molesté, en  preguntar más.
Así  fue  como me enteré de los cierres de los negocios, y  la sucesión de muertes en la vecindad. Ya no  podía salir, y  a  duras penas ponerme  en  pie.
Dormía  mucho  y  soñaba  poco, y  lo poco eran pesadillas,  situaciones irreales  y  apocalípticas que  no  tenían sentido en  mi  imaginario más delirante.
Sabía de  alguna manera  que  Serena a  veces se quedaba pensativa y estática, corno si alguien le hablara,  o  estuviera  leyendo algo invisible a mis ojos,  cosa que  tal vez  fuera así  debido a mi inconsciencia intermitente, para luego ir  a  la compu y entrar a  sus chats, dónde otros  adolescentes se conectaban con ella, y  hablaban corno si se conocieran de toda la vida.
Nuestro vecino fue uno de ellos.
A  veces me despertaba de a ratos, ella estaba frente al  televisor  del  cuarto, y  me comentaba algo  que daban en canales del exterior que  aún  funcionaban en  vivo, o casi,  y  que entre la  tragedia que estaba causando la pandemia, rescataban  la  limpieza que  la naturaleza estaba efectuando en  el planeta.
Seguramente ese  virus  vendría a ser la escoba, y  nosotros la basura a  barrer.
Se  había cerrado el agujero de  ozono, los mares  se habían limpiado en  un  porcentaje muy alto, y el smog y  la polución ambientales casi habían desaparecido.
Ya  no  había países  pobres o  ricos, solo sobrevivientes luego de  un  cataclismo viral,  todos eran pobres y dependientes.
Las economías mundiales tardarían décadas en  recuperarse, si  es  que lo lograban, y  las industrias y  los  comercios estaban en  situación  terminal.
No quedaba mucha gente en pie para hacer funcionar muchas  cosas.
Todo  eso me  lo  contaba con  algún  grado de  satisfacción que me era incomprensible para una chica de su edad,  aunque   debo reconocer que tampoco era la millennial que  había bajado del remis apenas se dictó  la cuarentena.
Toda   esa  generación  de  chicos  había  nacido en  medio de la  tecnología y   el mundo  de   los servicios.  Nunca   necesitaron tratar de  investigar algo,  ni de  molestarse en  aprender  cómo funcionaba algo. Si no  andaba se tiraba y se buscaba un  reemplazo.
Sin embargo eso había cambiado.
Cuando lo del microondas, se tornó  su buen tiempo para aprender su funcionamiento, así  corno para mejorar el  rendimiento de su teléfono y  la compu,  y así  también en aprender a hornear cosas que  aparecían en  internet.
Había cambiado en cuestión de días, tanto que hasta daba la sensación de poder auto gestionarse, sin necesidad paterna alguna. Era increíble.
Pero lo que más me llamaba la atención era esos momentos de silencio expectante, en los que su cabeza parecía estar a miles de kilómetros de nosotros, o al menos de mí.
Así la vi el día que reapareció desde su cuarto, lejana y muy fría, pero ya no con ese sentimiento de rencor hacia mí, que tan evidente había sido luego de la llamada de la policía, y la noticia fatal sobre Carmen.
El cambio fue notorio en ese momento, en especial cuando algo hizo un clic dentro de su mente, y su actitud cambió para con nuestra convivencia. Se mostró más atenta, cambió sus modos, y hasta se diría que tomó en cuenta que probablemente su familia terminaría allí mismo en cuestión de horas o días tal vez.
Cada tanto me dejaba la radio, a veces para escuchar estática, alguna señal muy débil de alguien contando sobre alguna zona que estaba siendo devorada por la pandemia, o voces perdidas en el éter que anunciaban la llegada del Juicio Final.
Cuando eso sucedía ella venía muy decidida a llevarse la radio.
-Yo puedo decirte todo eso, Pá. No necesitas la radio para lo que viene.
Obviamente no estaba en condiciones de hacer valer mi condición de adulto responsable, menos ante una adolescente que estaba mostrando tantos rasgos de madurez que hasta me asombraban.
Mi cuerpo seguía cambiando, llenándose de esas venas negras, mientras la piel se volvía blanca y casi transparente. Era un desastre que debería haberme horrorizado, pero que no lo hizo. Esa imagen que el espejo me estaba devolviendo, la asumía con total normalidad, con entereza, como si una voz interior anunciara que ese cambio corporal estaba completamente justificado.
Notaba la vista algo velada, no tanto como debería, teniendo en cuenta el estado de mis globos oculares, mis pupilas, que eran espantoso de contemplar, aunque el sentimiento que me embargaba en ese momento era distinto, no tan dramático como debería suponerse.
Logré levantarme y caminar un poco por la casa, no mucho, lo suficiente para que todas mis articulaciones protestaran a coro, y mi malestar fuera más notorio, algo que entendía debía hacer para tratar que mi cuerpo no quedara convaleciente durante el resto de los días. Los que fueran que me quedaban.
Me acerqué a la ventana del comedor, la cual estaba con los vidrios cerrados ante las cortinas de tela, pero con la persiana levantada, bastante como para ver la calle desierta y muy sucia, llena de basura y papeles que se arremolinaban ante la mínima brisa, con unas veredas que daban lástima de tanta tierra y abandono.
Me quedaba claro que no era nuestra culpa, ya que las veces que solo nos habíamos asomado un poco a limpiar los vidrios desde afuera, un móvil se había acercado raudamente a invitarnos obligatoriamente a entrar a casa.
El cielo estaba raro, feo, a pesar del sol que se adivinaba que hubo en ese amanecer, siendo la imagen de una tristeza inconmensurable.
Estaba contemplando mis últimas horas de esta pandemia.



 

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